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Gabriel Ramonet, periodista de la redacción de
el diario del Fin del Mundo
Twitter: @gramonet
No toda conducta reprochable socialmente es un delito penal. Cruzar un semáforo en rojo, estacionar en doble fila, sacar la basura fuera de horario o no limpiar la vereda en invierno son contravenciones, pero no son delitos. Tampoco lo es construir sin permiso municipal o sin un profesional matriculado responsable de la obra.
Cada uno de estos comportamientos está legalmente regulados. El Estado no los promueve sino todo lo contrario, y los infractores deben hacerse cargos de multas o de trabajos comunitarios.
Por otra parte, cada hecho tiene un contexto. De acuerdo al momento de la historia, el ocupante de un terreno puede ser calificado como un pionero o como un usurpador, aunque la acción que hayan llevado a cabo sea exactamente la misma.
Uniendo ambos análisis es que postulamos con toda mesura el siguiente principio: el ocupante de un predio fiscal con fines exclusivos de vivienda familiar, si no cuenta con otras posibilidades habitacionales, no puede ser considerado, de ningún modo, un delincuente.
Como se ve, ello no implica fomentar las usurpaciones, ni siquiera aceptarlas. Habría que ser un fanático para armonizar esa idea con la de una convivencia social pacífica.
Quienes tienen una necesidad habitacional no pueden salir a ocupar terrenos fiscales, y si ya lo hicieron deben desalojarlos más tarde o más temprano.
Pero de la misma forma que decimos lo anterior, también señalamos que el responsable de tal conducta, basada en una cuestión de necesidad, y en la falta de opciones razonables para saltear el incumplimiento legal, no puede ser condenado por la Justicia, como si hubiera entrado a un banco pistola en mano o como si hubiera robado plata del Estado.
Porque a diferencia de un delito cualquiera, esa persona tiene como contrapartida el derecho que le asiste por Constitución y por la vigencia de pactos internacionales con idéntico rango legal, a poder vivir en una vivienda digna. Y ese derecho le está siendo negado por el Estado, que también incurre entonces en un incumplimiento, y cuyos funcionarios deberían, bajo el mismo prisma de análisis, ser condenados penalmente.
Sin embargo, es lógico pensar que a un juez no se le ocurriría condenar por “incumplimiento de sus deberes” a un funcionario que no haya podido volver ejecutivo el derecho de las personas a una vivienda digna. Porque si alguna vez se abriera una causa de esa naturaleza, la Justicia ponderaría las circunstancias del accionar de la autoridad. Por ejemplo la imposibilidad de contar con recursos suficientes para satisfacer la demanda de soluciones habitacionales, la falta de una política de Estado en la materia o la eventual responsabilidad de gestiones anteriores.
Es decir que, por un lado, analizaría el contexto del incumplimiento, y por otro, contemplaría la falta de una intención declarada del funcionario por cometer el ilícito (falta de dolo le dicen los abogados en su propia jerga).
De igual modo, en el caso de un vecino o familia en estado de necesidad habitacional, también debe contemplarse ese contexto. Considerar cuáles otras opciones exploró una persona antes de ocupar un predio fiscal. O cómo está el mercado de alquileres en la ciudad.
¿Tuvo opciones razonables para solventar un alquiler sin invertir en ello el 80 o el 100% de sus ingresos? ¿Cuánto tiempo hace que se encontraba en la circunstancia de buscar un lugar donde vivir? ¿Qué respuesta le dio el Estado para cumplir con el derecho constitucional de acceso a una vivienda digna?
¿Tuvo, bajo esos condicionamientos, la intención deliberada de cometer un delito penal? ¿Existió dolo?
Insistimos una vez más: con la ocupación de un terreno fiscal por una familia en estado de necesidad (no hablamos aquí de los vivos de siempre) se comete una transgresión a las reglas de convivencia, que merece reproche del Estado, pero nos parece que esa conducta no puede ser asimilable a un delito.
El otro día utilizamos por Twitter un par de frases más efectistas que literalmente verdaderas. Escribimos que en Ushuaia, “si ocupás un terreno en el 10 de febrero te condena la Justicia, pero si ocupás cien hectáreas, le ponen tu nombre al barrio”. También ironizamos que en esta ciudad, “el que ocupa un terreno es un usurpador, el que ocupa una manzana es un inversionista, y el que ocupa cien hectáreas es un antiguo poblador”.
Está claro que la “trampa” de ambos comentarios consiste en mezclar los contextos. No es lo mismo este presente que el de los pioneros de la ciudad. Se supone que ahora existe una mayor organización social y por lo tanto la necesidad de atenerse a otras reglas y cuidados.
Pero cuidado, también existe un contexto propio de esta época, que tampoco puede ser ignorado. Hay una crisis del espacio urbano que condiciona las decisiones de la gente, y que no puede ignorarse so pretexto de análisis jurídicos en el vacío, como si viviéramos en Suiza o en Canadá.
Hay una cosa más que nos gustaría decir. Toda esta situación se conjuga con un Poder Judicial proclive a la inflexibilidad con los más débiles, así como a la indulgencia con los más poderosos.
Es irrefutable que los Paniagua que ocupan terrenos terminan casi siempre condenados a prisión mientras que los funcionarios gobernantes acusados de corrupción suelen encontrar callejones por donde se dilatan los plazos, se hacen prescribir las causas o se mueren los testigos claves.
Alguien dirá que ambas circunstancias son independientes entre sí. Sin embargo, son las dos caras de la misma moneda. Un Poder Judicial que no se anima con los intereses superiores de una sociedad, mal puede parecer justo cuando se abalanza sobre los más débiles. De lo contrario, tiene razón Galeano cuando postula que la Justicia es como las serpientes, porque sólo pica a los que van descalzos.