laro está que esto no pareciera acaparar la atención mayoritaria de los fueguinos, que al decir de algunos representantes políticos se encuentran preocupados por cuestiones más cercanas a la cotidianidad, que a aspectos que parecieran involucrar solo al sector más estrechamente vinculado a lo político partidario. Y quizá haya mucho de eso, sin que ello signifique virtud ciudadana alguna.
Todos hemos escuchado que uno de los principales argumentos para objetar una decisión soberana, emanada de uno de los poderes del estado, sostenida por la mayoría agravada que como requisito establece la carta magna provincial, ha sido la oportunidad para llevar adelante el proceso de reforma constitucional. Puede resultar una objeción absolutamente atendible, pero también lo es el hecho que bajo la simple idea de esperar el mejor momento muchas determinaciones, sobre todo institucionales, nunca deberían de tomarse, con lo cual en definitiva mucho menos es lo que se concretaría y, obviamente todo se daría bajo un continuo y para nada productivo juego de argumentaciones en contrario que al final no producirían ningún aporte positivo.
En todo caso, la idea sería no desperdiciar la oportunidad de, como ciudadano incidir en un diagnóstico claro que resulte útil tanto a los agentes políticos como a los gobernantes y a los demás integrantes de los poderes del estado que dan forma al sistema democrático de gobierno. Estamos, sencillamente, dejando que la realidad nos supere, confrontando tales diferencias en el terreno de la calle, y no en el marco institucional que realmente correspondería, que en cuestiones de tamaña naturaleza no deberían ser los estrados judiciales, ya que en momentos cruciales en los que resulta evidente que hay una ciudadanía profundamente descreída de las instituciones, lo adecuado sería que estas den acabadas muestras de estar realmente a la altura de las circunstancias respetando sus ámbitos naturales de competencia, relacionándose con estrictas normas de respeto cívico que dejen atrás el remanido circo político que termina socavando aún con más fuerza el descreimiento cívico en el sistema.
Cierto es que no se llega a instancias como las actuales por mera casualidad.
La pretendida instalación de que la política es mala palabra es un argumento que se viene empleando por sectores que pretenden establecer, bajo precisamente el paraguas de la política, formas de gobierno que distan mucho del concepto de democracia.
Esta situación, generada entre otros aspectos por la continua degradación de la calidad de liderazgo ha llevado a que los partidos políticos, que podemos denominar como la génesis del sistema, hayan ido perdiendo su identidad, sus ideales.
La fragmentación partidista, en donde los partidos no poseen una identidad fortalecida ni nítida, sino que son heterogéneos en su interior y en la base social que representan, haciendo que para el ciudadano común resulte que en definitiva todo le parezca lo mismo, ha provocado que desapareciera el rol de "puente" entre la sociedad y el Estado, que en algún momento los partidos políticos tuvieron, accionar con el que en buena medida se lograba cierta cohesión social. Desde hace un tiempo, la apatía cívica; la consideración de que “este no es el mejor momento”; el enfrentar a desgano los procesos electorales sumado a cierta “inteligencia” por parte de los liderazgos para que esto así ocurra, toda vez que en definitiva y con la mirada corta tal situación les resulta funcional a sus intereses personales, corporativos o sectoriales, hemos permitido que la política se haya transformado en una especie de "puerta estrecha" cerrada a los intereses de la ciudadanía, fragmentando las preferencias de la sociedad y promoviendo payasescas peleas intra e interpartidarias y lo que es más delicado aún, interpoderes.
Por ello, es de vital importancia que la misma sociedad se haga responsable de educar y ofrecer a sus miembros los elementos necesarios para actuar en la vida pública, otorgándoles la autonomía y capacidad para seleccionar a sus gobernantes y fiscalizar sus actos.
No hay mejor manera de prevenir el surgimiento de situaciones que, disfrazadas de democráticas y republicanas, solo irrumpan para precisamente provocar todo lo contrario a lo que pretenden presentar como solución generando la desatención del sistema político, que la existencia de una ciudadanía activa, que aprecie efectivamente la legalidad y que cuestione cuanto intento de romper el esquema democrático se presente. Salvo que, en algún momento como sociedad, mayoritariamente determinemos darnos otra forma de gobierno.
Sobran ejemplos de lo que ocurre cuando la sociedad civil se sume en el apoliticismo, la apatía, el seguidismo de la moda, los avatares y escándalos de la vida cotidiana. Sencillamente está destinada a sucumbir y está condenada a ser avasallada por el poder o a que haya monopolio del poder en manos de una facción privilegiada.
Pareciera que la seguridad del sistema democrático no es tan evidente como se presentaba en las últimas décadas del siglo XX. No se trata solo de una crisis de estado, es también una profunda crisis de la sociedad civil, que no da efectivas muestras de estar organizada para responder a los problemas que le plantea la necesidad de desarrollarse.