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Lucas Potenze (*) - Especial para
el diario del Fin del Mundo
Entre todas las provincias argentinas, sin dudas la nuestra es la que tiene el nombre más sugerente. La existencia de una tierra de fuego es algo que estimula a la imaginación, inquieta el ánimo y produce temor.
Y sin embargo, es sabido que el nombre de la isla proviene de una observación inocente del cronista de la primera armada que atravesó el Estrecho, el caballero vicentino Antonio Pigafetta, quien había subido a bordo sin ninguna función especial, simplemente, como él dejó registrado, “porque sabía que navegando en el Océano se observaban cosas admirables (por lo que) terminé de cerciorarme por mis propios ojos de la verdad de todo lo que se contaba a fin de poder hacer a los demás la relación de mi viaje, tanto para entretenerlos como para serles útil y crearme a la vez, un nombre que llegase a la posteridad”.
Pues bien, el joven cronista tuvo la suerte de ser uno de los apenas 18 sobrevivientes de la expedición que tras tres años de penosa navegación completó la primera vuelta al mundo y, a su retorno, cuando visitó en Valladolid al joven emperador Carlos V, le informó que se veían humos en la costa sur del Estrecho.
Cuenta la tradición que don Carlos comentó: “Pues si había humos, entonces en la tierra había fuegos”, frase a partir de la cual se empezó a hablar de la isla como “tierra de humos”, “tierra de los fuegos” o, sencillamente, “tierra del fuego”.
Pero la cosa no terminó allí: de hecho, a los navegantes y cosmógrafos de la época más les interesaba el Estrecho, o sea la ruta de navegación hacia las islas de las especies, que la desolada isla de su margen izquierda, paisaje inhóspito donde sólo se habían visto algunos matorrales, guanacos, viento y humos. Por lo tanto, en los primeros mapas realizados a partir de los relatos de Elcano y Pigafetta, nuestra isla aparece sólo como una tierra de la cual se conoce apenas su cabo norte y sin ningún nombre que la designe.
El catedrático de la Universidad de Magallanes Mateo Martinic Beros ha realizado una exhaustiva recopilación de los primeros mapas de la zona (Cartografía Magallánica, 1523–1945) que nos permite ver las peripecias del nombre de nuestra isla hasta su definitiva consagración, ya bien entrado el siglo XVII. En primer lugar nos presenta una parte del planisferio de Diego Ribeiro, de 1529, en el que figuran como si fueran accidentes de la costa la “tierra de los humos” y la “tierra de los fuegos”, así como una sierra nevada y el cabo deseado, en la embocadura oriental, nombres todos tomados de la descripción de Pigafetta.
En 1540, el cartógrafo Andrés de Santa Cruz, que había participado de la expedición magallánica, publica su famoso “islario”, que es un compendio de mapas de todas las islas conocidas en el mundo. Allí aparece la Patagonia como “Tierra de la Conquista del Estrecho de Magallanes” y la isla como “Isla del Estrecho de Magallanes”, obviando vaya a saber por qué el nombre de Tierra del Fuego. Este aparecerá nuevamente en el planisferio de Abraham Ortelius, de 1570, uno de los mapas realizados con mayor cuidado y contando con variada fuente de información por quien es considerado por muchos como el padre de la cartografía moderna. Aquí se designa a la Patagonia como Regio Gigantum (región de gigantes) y Tierra del Fuego como parte de la famosa y esquiva Terra Australis Hac Tenus Incognita, el misterioso continente que, de acuerdo a los geógrafos antiguos, tenía que existir rodeando el polo sur del planeta, como una suerte de equivalencia con el continente (también inexistente) que se suponía que rodeaba el Ártico.
Cuando Francis Drake, en 1580, obsequia a la reina Isabel un mapa de las tierras cuyo descubrimiento se atribuía, y que incluían el pasaje que separa a nuestra isla del Continente antártico, se toma la libertad de rebautizarla como Tierra de Elizabeth, en honor a su soberana, pero afortunadamente este nombre no pasó de ser un homenaje de efímeros alcances.
En el mapa del Estrecho del holandés Peter Keer, de 1598, vuelve a aparecer el nombre de Tierra del Fuego y se señalan algunos nombres que aún perviven: el río Grande, la Bahía Gente Grande y el Cabo Deseado. Y continuando con los holandeses, recordemos que desde la última década del siglo XVI habían iniciado sus empresas comerciales con el Lejano Oriente utilizando la vía de los españoles. Para no entrar en conflicto con éstos y conociendo por los planiferios de Drake la insularidad de la isla Grande, se comprometen a no pasar por el Estrecho y buscan el paso austral, siendo la expedición de Sebald de Weert la primera que hace contacto con los aborígenes yámanas (1599).
Hacia 1616, otro holandés, Wilhem Schouten, es el primero en pasar el estrecho que separa la Isla Grande de la de los Estados y a él se deben los nombres de esta última isla y la del estrecho, llamado de Le Maire en homenaje a Jacob Le Maire, uno de los armadores de la flota. De este viaje surge un interesante mapa de 1619 en el cual ya están definidas las islas de Tierra del Fuego y de los Estados, el estrecho de Le Maire, la Tierra de Mauricio y el Cabo de Hornos, aunque este figura como la punta austral de la isla Grande y no como parte de un archipiélago independiente.
Enterado de estos descubrimientos, el rey de España envía a los hermanos Bartolomé y Gonzalo García de Nodal con la difícil y hasta entonces inédita misión de circunnavegar la Tierra del Fuego, misión que cumplen en el verano de 1619 sin inconvenientes y con sorprendente velocidad.
A partir de los mapas levantados por esta expedición, quedan definidos definitivamente el nombre y la insularidad de Tierra del Fuego. Igualmente van a aparecer aún cartografías en las que se la sigue presentando como la parte norte de la Terra Australis Incognita, ese legendario continente circunpolar cuya existencia recién va a ser definitivamente desechada con los viajes del capitán Cook, en la segunda mitad del siglo XVIII.
Medio siglo después, con el descubrimiento de la Antártida, dejó de ser “incógnita” aunque tal vez sea la única tierra que, al día de hoy, todavía no podemos decir que esté totalmente explorada.
(*) Historiador y profesor de historia.