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or Lucas Potenze (*)
Ni bien llegó a Buenos Aires la noticia de la ocupación británica, el gobernador Rosas, a cargo de las relaciones exteriores de la Confederación, consciente de la imposibilidad de cualquier respuesta armada, optó por protestar por la vía diplomática. Así que ni bien regresó a Buenos Aires la corbeta Sarandí con los colonos y funcionarios expulsados, el ministro de exteriores, D. Manuel Vicente Maza instruyó al ministro argentino ante la corte de St. James, Manuel Moreno, para que eleve una protesta formal. Allí define el atropello como una “violación abusiva de la inmunidad de una parte del territorio de la República, en medio de la paz y la amistad afianzada por tratados solemnes entre ambas naciones” y le solicita a Moreno que “invocando el nombre y autoridad de su Gobierno, dirija al Ministerio Británico una protesta, “tomando como base […] los derechos positivos de la República a la soberanía de las Malvinas y, sin apartarse un punto de la circunspección y templanza adoptadas por su Gobierno, manifieste a S.M.B. La resolución firme en que está de reclamarlos por los medios que le aconsejen el honor y la dignidad de la República …” añadiendo que si el Gobierno de S.M.B. Se negase abiertamente –como es de esperar– a reconocer en la República Argentina el derecho de dominio de las Islas […] se esforzará en obtener del gobierno británico su aquiescencia a un arbitramiento”.
De esta primera protesta, se puede deducir la absoluta convicción de la justicia de los derechos argentinos que animaba a nuestro gobierno, porque en caso contrario no hubiera propuesto la opción del arbitraje (o arbitramiento en el lenguaje de la época). En tales términos Moreno presentó su protesta ante lord Palmerston el 17 de junio agregando una completa memoria sobre la historia del diferendo desde los tiempos de Magallanes hasta el presente. El 8 de enero de 1834, Palmerston contesta a Moreno con una memoria no menos completa en la cual se centra especialmente en la prioridad de descubrimiento, que los ingleses atribuyen a Sir Richard Hawkins en 1594 y en los sucesos de 1771 cuando los españoles restituyeron Port Egmont a los ingleses para concluir en que, tras su lectura, el Sr. Moreno quedaría plenamente satisfecho y convencido “del derecho de soberanía que se ha ejercido por S.M. Que indudablemente corresponde a la Corona Británica”. En síntesis, ya en 1834 quedaban planteadas las razones que todavía se agitan en nuestros días sobre el derecho de soberanía sobre las islas, y a partir de una diferente interpretación de documentos públicos de tiempos coloniales, cada una de las partes llegaba a conclusiones opuestas e irreductibles.
Sin embargo, Moreno no se iba a dar por vencido (no por casualidad había sido designado en la delegación extranjera más importante que tenía el país por alguien de la tozudez de don Juan Manuel), y el 29 de diciembre presentó una nueva protesta (ahora ante el duque de Wellington) refutando algunos conceptos de la tesis británica como la prioridad del descubrimiento y privilegiando el derecho del primer ocupante, que nadie le podía discutir a Louis de Bouganville, quien fue el que cedió las islas a España.
Esta nota no mereció respuesta, Wellington dejó el ministerio y en diciembre de 1841 Moreno se vio obligado a insistir con su protesta ante el nuevo ministro, el conde de Aberdeen. Éste, si bien se mostró más educado que Wellington y respondió la nota el 15 de febrero siguiente, sólo fue para informarle que la Gran Bretaña, convencida como estaba de sus derechos sobre las islas Falkland, iba a dar comienzo a su colonización formal.
Imaginamos la indignación de Moreno, que no era un hombre de carácter fácil, y de allí los términos de la reunión que mantuvo con el ministro inglés pocos días después. La minuta de la misma nos muestra que nuestro embajador buscó posibles soluciones alternativas (por ejemplo la devolución de la isla oriental porque el establecimiento británico había sido erigido sobre la occidental, que es más pequeña) pero el inglés sólo se comprometió a estudiar el asunto, forma elegante de mantener el statu quo por un tiempo indeterminado. La cuestión es que el “estudio” debe haber sido bastante breve porque el 5 de marzo (1842), el conde informó a Moreno que el Gobierno de Su Majestad “debe considerar como definitiva la declaración en que [se le comunicaba] la determinación de no permitir que sean infringidos los indubitados derechos de la Gran Bretaña sobre las islas Falkland”. Moreno comprendió que mucho no le quedaba por hacer, pero igualmente cumplió con el deber de dejar sentado que “el silencio de las Provincias Unidas no se [debe tomar] por una implícita aquiescencia [y] que las Provincias Unidas no pueden, ni podrán jamás conformarse con la resolución del Gobierno de S.M. Del 5 del presente que considera injusta y opuesta a sus manifiestos derechos”.
Dejemos por un momento las protestas que se mantenían en Londres y volvamos al Río de la Plata, donde Gran Bretaña, aliada con Francia, había mantenido un largo bloqueo de los puertos de la Confederación en nombre de la libertad de navegación, chocando contra la indoblegable firmeza de Rosas. Son bien conocidas las jornadas de Obligado, la imposibilidad de los agresores de torcer el brazo del Restaurador y, finalmente, la decisión del gabinete británico de retirarse del río de la Plata. Así fue que el 24 de noviembre de 1849, los gobiernos de la Confederación Argentina y del Reino Unido firmaron el famoso tratado Southern–Arana (por el apellido de los plenipotenciarios que lo rubricaron), que en lo esencial establecía el retiro de la flota británica y reconocía el derecho argentino de regular la navegación de sus ríos interiores, junto con otras disposiciones ceremoniales que daban total satisfacción a las pretensiones argentinas. Solamente que, tal vez por inexperiencia, en el tratado se incluyó una cláusula, habitual en este tipo de documentos, en que decía que tras la firma del mismo las partes no tenían ningún reclamo que realizarse. Es más que probable que en la mente de los negociadores argentinos no estuviera presente el diferendo de Malvinas, pero sí lo estaba, sin duda, en los cálculos de los representantes de la más experimentada cancillería del mundo, la que más tarde esgrimiría esta formalidad como uno de sus más claros argumentos.
Como todos sabemos, dos años después Rosas fue depuesto por Urquiza y los gobiernos que lo sucedieron hicieron un culto de sus buenas relaciones con Gran Bretaña. El capital inglés, como alguna vez celebró el general Mitre, fue el gran impulsor (y el mayor beneficiario) del extraordinario desarrollo que se verificó en nuestro país entre Caseros y la Revolución de 1930, y este fue sin duda el motivo para que la cuestión de Malvinas cayera prácticamente en el olvido durante más de 80 años. Salvo un artículo aparecido en el diario El Río de la Plata el 19 de noviembre de 1869, en que su director, José Hernández, transcribe una carta recibida del comodoro Lasserre (el mismo que quince años después fundaría la Subprefectura de Ushuaia) sobre un viaje hecho a las Malvinas y refresca la memoria sobre la ofensa inferida a nuestra soberanía, las islas dejaron de ser un tema para la opinión pública, y si el asunto perturbaba a nuestra cancillería, más bien era porque podía empañar nuestras buenas relaciones con Gran Bretaña, que eran, estos sí, un objetivo prioritario.
Es curioso que en 1884 el tema vuelva brevemente a la tapa de los diarios con ocasión de un mapa publicado por el Instituto Geográfico Argentino (una institución privada pero con aportes estatales) en que las islas figuraban como parte de nuestro territorio, lo que produjo una protesta del embajador inglés inteligentemente aprovechada por la diplomacia argentina, la que tras tres años de intercambio de notas propuso llevar el caso a arbitraje, lo que fue rápidamente desechado por la cancillería británica.
Pasaron muchos años sin que la cuestión produjera más roces entre ambos países, hasta que, durante el gobierno del general Justo, la firma del tratado Roca–Runciman despertó el sentimiento nacionalista de muchos argentinos que veían en la relación asimétrica con Gran Bretaña la causa de la crisis económica que se estaba viviendo. Esto produjo un movimiento importante de políticos, historiadores e intelectuales que cuestionaron con vehemencia los términos de esta relación y allí se puede decir que nació el revisionismo histórico, con las obras de los hermanos Irazusta sobre la Argentina y el Imperialismo Británico, la de Scalabrini Ortiz sobre la historia de nuestros ferrocarriles, a las que siguieron la “Historia falsificada” de Ernesto Palacio o “Defensa y pérdida de nuestra Independencia Económica” de José María Rosa entre tantas otras. Dentro de ese marco, también se volvió a hablar de las Malvinas: en 1934 el diputado Alfredo Palacios propuso que el Congreso tradujera al español la obra pionera de Paul Groussac (1910) sobre nuestros derechos sobre las islas, y en 1937 impulsó la prohibición de que se imprimieran mapas en que las islas no figuraran como pertenecientes a nuestro territorio. En 1939 fundó y fue el primer presidente de la Junta por la Recuperación de las Islas Malvinas, que fue la institución que convocó al concurso de donde surgió la Marcha de Malvinas que los fueguinos tan bien conocemos, cuya letra se debe a Carlos Obligado y su música a José Tieri.
Más tarde, la segunda guerra postergó para tiempos menos conflictivos el reclamo por las islas (que entre paréntesis albergaron una importante base británica durante la contienda), aunque es importante señalar que en 1942 la Argentina, ante la posible ocupación de la Antártida con fines militares por alguno de los beligerantes, hizo explícitos su reclamo de soberanía sobre nuestra porción del continente.
El resto es historia reciente: Terminada la guerra se crearon las Naciones Unidas y por fin hubo un ámbito donde discutir este tipo de conflictos. El conflicto dejó de ser un asunto puramente bilateral y pasó por distintas instancias diplomáticas. También hubo otro tipo de intervenciones que marcaron con sangre el diferendo, pero estos temas, de carácter bien diferente, serán cuestión de otro capítulo.
(*) Historiador. Profesor de Historia