ste día, el piloto del barco español “León” divisa una isla en el horizonte, pero, poco después, una densa niebla oculta por completo la costa descubierta. Había logrado distinguir las playas de las Georgias del Sur.
A la mañana siguiente, cuando “estimaban hallarse todavía a distancia de 125 leguas (695 kilómetros) de las Malvinas, (…) quedaron atónitos al tener ante su vista una pequeña isla, sorpresa que aumentó más tarde con el descubrimiento de otra de mucho mayor tamaño, mostrando tener ésta 25 leguas de punta a punta, recubierta de montañas nevadas” (Ernesto J. Fitte. Crónicas del Atlántico Sur).
La nave estaba al mando de Duclós Guyot, armador originario de Saint Maló, que transportaba desde Lima “una partida de oro y plata por valor de más de tres millones de pesos, amén de un cargamento de mercaderías tasadas en veintidós millones, contados en moneda de Francia”.
La plana mayor calculó “la posición geográfica del inesperado hallazgo” y dio por resultado que “la isla San Pedro –nombre con que la bautizó el capitán Duclós Guyot por corresponder al santoral del día-, se encontraba en los 54°50´ de latitud, y 40°30´de longitud, marcaciones estas que apenas desentonan con el correcto emplazamiento del archipiélago”.
Esta corroboración histórica reviste gran importancia, porque los ingleses sostienen que el descubridor fue Anthony de la Roche, en 1675. Pero, los historiadores consideran que sus afirmaciones fueron imprecisas y que la latitud que dio “es totalmente errónea, 10 grados más al norte; por lo que incluso un historiador inglés ha dicho que debía ser posiblemente la isla Beauchene, situada a unas 30 millas al sur de las grandes Malvinas, de manera que este descubrimiento es sumamente dudoso” (Laurio H. Destefani. Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur, ante el conflicto con Gran Bretaña).
Incluso, el propio James Cook –al redescubrir las islas en 1775- reconoció “que anteriormente lo habían hecho los españoles del navío “León”, que habían llamado San Pedro a la isla principal” (L.H. Destefani).
Cook tomó posesión de las islas en nombre de la monarquía británica. “A partir de este viaje (…) se fueron haciendo más frecuentes las excursiones de los barcos loberos a las islas Georgias, todas emprendidas dentro de un estricto sigilo, para evitar la afluencia de competidores” (E.J. Fitte).
