l médico Leonid Rogozov (27), destinado a la base antártica rusa ‘Novolázarevskaya’, se debe operar a sí mismo ante los dolores que sufría y un indudable diagnóstico de apendicitis aguda.
Los doce hombres que componían la dotación habían quedado aislados del mundo exterior por el invierno polar.
El suceso fue recordado por el protagonista: "Sabía que, si iba a sobrevivir, tenía que someterme a una operación", afirmó Rogozov al British Medical Journal. "El transporte era imposible, los vuelos estaban fuera de discusión a causa de las tormentas de nieve, y había un problema más: era el único médico en la base" (Terra, 4/3/2011).
El dolor era insoportable y estaba empeorando. El cirujano apuntó en su diario: “No dormí en toda la noche. ¡Me duele como el diablo! Todavía no hay síntomas evidentes de que la perforación es inminente, pero una sensación opresiva de aprensión se cierne sobre mí. Tengo que pensar sobre la única solución posible: operarme a mí mismo. Es casi imposible, pero no puedo cruzarme de brazos y darme por vencido”.
Para operarse se guió sobre todo tocando alrededor. Trabajó durante una hora y 45 minutos. Él mismo se abrió el cuerpo para extirparse el apéndice. Los hombres que había elegido como asistentes lo notaron "tranquilo y centrado". Descansaba cada cinco minutos durante unos segundos mientras combatía el vértigo y la debilidad.
Reflejó la operación en su diario: “He trabajado sin guantes. Era difícil ver. El espejo era una ayuda, pero también dificultaba -después de todo, mostraba las cosas al revés. Trabajé principalmente a través del tacto. El sangrado era bastante, pero me tomé mi tiempo, traté de trabajar con seguridad. Al abrir el peritoneo, lesioné el intestino y tuve que coser. De repente se cruzó por mi mente que había más lesiones y no las había notado... Me sentí cada vez más débil, mi cabeza comenzó a girar. Cada 4-5 minutos descansaba por 20-25 segundos. Por último, ahí estaba, ¡el maldito apéndice! Con horror me di cuenta de la mancha oscura en su base. Eso significaba que sólo un día más y habría estallado…
En el peor momento de la extirpación del apéndice, mi corazón se paralizó y se desaceleró notablemente; mis manos se sentían como de goma. Bueno, pensé que iba a terminar mal. Y todo lo que quedaba era la extirpación del apéndice. Entonces me di cuenta de que, básicamente, ya estaba salvado" (op.cit.).