ste día, Charles Darwin describe en su diario la experiencia de haberse entrevistado con Juan Manuel de Rosas e incursionado en el norte patagónico.
“El campamento del general Rosas estaba cerca del río. Consistía en un cuadro formado por carretas, artillería, chozas de paja, etc. Casi todos los soldados eran de caballería, y yo hubiera dicho que nunca se había reunido un ejército formado por hombres con tal aspecto de villanos y bandidos. La mayor parte de ellos eran mestizos entre negros, indios y españoles” (Los viajes del Beagle. Diario y observaciones).
“Me presenté ante el secretario para mostrarle mi pasaporte. Él comenzó a interrogarme de una manera solemne y misteriosa. Por suerte, yo tenía una carta de recomendación (…) entregada por el gobierno de Buenos Ayres. Esa carta fue entregada al General Rosas quien, en respuesta, envió un mensaje muy atento que el secretario trajo lleno de sonrisas y amabilidades” y propuso una entrevista.
“Es un hombre de un carácter extraordinario, y ejerce una gran influencia en el país que, posiblemente, será utilizada para su prosperidad y modernización. Se dice que posee setenta y cuatro leguas cuadradas de tierra y cerca de trescientas mil cabezas de ganado. Sus propiedades eran manejadas de manera admirable y producen mucho más trigo que las demás. Primero, se hizo célebre por las normas que impuso a sus propias estancias y por la manera en que disciplinó a varios cientos de hombres para que pudieran resistir, con éxito, los ataques de los indios”.
Entre su personal, nadie “puede llevar cuchillo durante el domingo, bajo pena de ser engrillado, ya que ese es el día en el que hay más juegos y bebida y se producen muchas peleas que, por la manera en que se usan los cuchillos, suelen resultar fatales”.
Describe a Rosas como “un excelente jinete” que había pasado las pruebas que los hombres de campo asumían para ser considerado como un experto en la materia.
En la zona de Colorado, “se suponía que el General Rosas tenía unos seiscientos indios como aliados. Los hombres eran altos y de buen aspecto, y después me resultó fácil identificar el mismo tipo en los salvajes fueguinos, aunque degradado por el frío, la falta de comida y la inferioridad de la civilización (…) Algunos de los hombres y mujeres tenían sus caras pintadas de rojo, pero nunca vi las bandas horizontales que tan comunes son entre los fueguinos” (op.cit.).
Autor: Bernardo Veksler
